Tuesday, March 29, 2005

Deseo y frustración

Sebastián Kaufmann Salinas

La realidad tiene cierta densidad ontológica. ¿Qué quiero decir con esto? Simplemente que la realidad es susceptible de otorgarnos cierta plenitud. Los ejemplos abundan. Una buena conversación, un beso, una caricia, una puesta de sol, un buen libro, un nuevo trabajo, un viaje. Son aquellas cosas que denominaciones genéricamente como lo que nos hace “disfrutar la vida”. Sin embargo, paralelamente experimentamos que las cosas nos aburren. El mismo libro que un día nos pareció interesante, de pronto nos puede parece aburrido. La charla que tanto disfrutamos, un día se nos puede aparecer como rutinaria.

Sin embargo no es solo que las cosas del mundo se nos aparezcan a veces como plenificantes y otras veces desgastantes. El punto va más allá. La realidad misma, como totalidad se nos aparece como plenificante, tonificante, como un espléndido amanecer u odiosa como la peor de las rutinas. ¿Quién no ha experimentado la sensación de ciertos momentos donde sentimos que todo tiene sentido, conexión? Nos sentimos llenos de fuerza y con ganas de actuar. Nuestro ser se expande. Otras veces, en cambio, sentimos que todo cuesta y que nada tiene demasiado sentido.

¿Qué será este vacilante estado de ánimo? Será simplemente lo que comúnmente se llama como “días buenos”y “días malos”. O simples estados psicológicos de euforia seguidos de depresión. Obviamente que se trata de eso, pero en mi opinión, podemos ir más lejos, y hacer una “mirada ontológica” de este fenómeno. ¿Qué quiero decir con una mirada ontológica? Simplemente miremos el fenómeno de tal manera que pueda decirnos algo de lo que es nuestro ser o de lo que es la realidad en general.

Un primer acercamiento lo podemos hacer preguntándonos si hay algo en las cosas que hace que a veces nos alimenten y a veces nos abrumen. Considero que sí, que hay algo en la realidad que tiene esa estructura dual de gozo y hastío. Obviamente cuando hablo de “realidad”o de “las cosas”no me refiero a ningún tipo de dualismo. Se trata de nosotros en relación con el mundo.

Pongamos un ejemplo concreto. Un buen plato de comida. Más aún, nuestro plato preferido. En un comienzo puede parecernos fabulosamente atractivo y en otro momento nos puede hastiar. Alguien me dirá que eso se explica por la necesidad que tenemos de alimentos que una vez que es satisfecha se disipa el deseo. Sí, claro que tiene que ver con eso, pero creo que hay más. Otro ejemplo. Los objetos de un comienzo nos parecen tremendamente atractivos y de pronto nos parecen indiferentes o incluso nos molestan, sin que haya pasado demasiado con el objeto en sí mismo. Parece que algo hay en lo novedoso, en las expectativas que hace que ciertos objetos sean tan seductores en un comienzo. Podemos ir más lejos. Las relaciones humanas, tienen en parte esta dinámica. Muchas relaciones comienzan con un nivel inaudito de expectativas, donde todo aparece atractivo, pero de a poco esa novedad se puede ir perdiendo. Precisamente, en ese desgaste de los objetos se ancla la lógica de la sociedad de consumo. Mucho se ha hablado de que vivimos en el tiempo de lo desechable y quizás tenga que ver mucho con eso.

Pero creo que hay más. San Ignacio de Loyola cuando habla de la consolación espiritual (el sentimiento de cercanía de Dios y de comunión con las cosas), advierte a quién está en el camino espiritual que se prepare para la desolación que vendrá. Ni siquiera se toma la molestia de decir que se prepare para la desolación que puede venir, sino es más enfático y nos plantea que tras la consolación siempre viene la desolación. En todo caso, al mismo tiempo nos dice que el que está en desolación piense en que pronto ella pasará y ya llegará la consolación. Hay algo en la vida espiritual que tiene que ver con los ciclos. Sin embargo, no se trata solamente de la vida espiritual, sino de la vida misma, que tiene esta dinámica cíclica, donde las cosas se nos aparecen con un gusto desigual y fluctuante.

Quizás parte de la madurez en la vida sea el aprender a vivir con eso. En nuestra juventud muchas veces nos vemos cautivado con la idea de la fiesta que no acabará. Las vacaciones parecen eternas, pero siempre llegan las clases... y todo comienza de nuevo. A golpes vamos aprendiendo que el eterno paraíso no está en esta tierra y que tenemos que aprender a convivir con una realidad que se nos aparece esquiva.

¿Podremos dar un paso más allá? Creo que sí. Quizás dentro de esta dinámica de gozo-hastío se esconde una verdad más profunda. En nuestro anhelo de infinito, de plenitud, la realidad nos concede gustar algo de la plenitud que quisiéramos. Sin embargo, al mismo tiempo nuestras expectativas suelen superar lo que la limitada realidad nos puede dar. Deseo y frustración muchas veces se acompañan. A veces pareciera que son jugadas crueles del destino que nos permite gustar algo de aquello de lo que anhelamos, pero que rápidamente nos retira aquello que promete llenarnos toda la sed.

La plenitud anhelada

Quizás la expresión que mejor describa nuestra situación existencial es sed. Tenemos sed de conocimientos, de afecto, de experiencias nuevas, de felicidad. Uno de los trozos más hermosos del evangelio nos refiere al tema de la sed. Me refiero al encuentro de Jesús con la Samaritana, descrito en el evangelio de San Juan. La samaritana va a buscar agua al pozo de su pueblo, conocido como el pozo de Jacob. Jesús se acerca a ella y le pide que le saque agua para él. Ella extrañada de que se le acerque un hombre, judío además –pues como dice el evangelio los judíos y samaritanos no se hablan-... Jesús le contesta, si conocieras quien soy tú me pedirías a mí... ella le dice... dame Señor siempre de esa agua de la que no se vuelve a tener sed.

En la vida de alguna manera buscamos saciarnos del agua que colme nuestros anhelos más profundos. Sin embargo, la experiencia nos muestra que muchas veces quedamos más sedientos que antes. Es precisamente la dinámica de las adicciones. Progresivamente van generando más deseo y al mismo tiempo van llenando menos, aumentando la dependencia y la necesidad de dosis mayores. La sociedad de consumo también funciona así. El primer equipo de música probablemente llena muchas necesidades, pero el segundo menos y cada vez se requiere uno más moderno y sofisticado (para quiénes sienten debilidad por ello, en otros serán otros productos y en algunos probablemente el consumo no hace gran mella).

La pregunta que surge enseguida, es la misma que la samaritana dirige a Jesús: ¿dónde podemos encontrar esa agua que pueda satisfacernos nuestro enorme apetito? ¿Podemos escapar de la dinámica deseo-decepción?

Verdaderos y falsos valores

Un día escuché a un profesor decir que los verdaderos valores eran aquellos que cumplían lo que prometían. Es decir, aquellos que nos daban lo que uno podía esperar de ellos. Creo que esa definición es bastante iluminadora. Hay ciertos pozos que solo generan más sed y hay otros en cambio que parecen tener la cualidad de satisfacernos.

¿Cómo distinguirlos? Esa es la pregunta de la vida. No existe tesoro más grande que saber dónde buscar y encontrar la felicidad. Recetas hay muchas. Aquí quiero hacer algo más humilde. Simplemente preguntarnos qué hace que algo pueda llenarnos y qué hace que algo nos deje vacíos.

Hay ciertos rasgos que podemos enumerar. Podemos partir de un ejemplo mil veces visto en las novelas, en las películas y por supuesto en la vida real. Me refiero a ciertas relaciones afectivas que nos dejan un gran vacío en contraste con otras que nos llenan. He escuchado a muchas personas decir que el sexo casual los deja muy vacíos. En cambio, las relaciones más duraderas suelen llenarnos más. De ahí podemos sacar una primera conclusión. En general, las cosas duraderas nos llenan más que las cosas efímeras. Por ejemplo, he escuchado a mucha gente dice que no hay mejor forma de gastar el dinero que en viajes. Uno podría decir que ese ejemplo contradice lo que estoy diciendo. Un viaje suele ser algo bastante pasajero pero que sin embargo es muy apreciado por las personas. Me parece que con los viajes ocurre precisamente lo contrario. Mucha gente casi disfruta más que el viaje mismo, los recuerdos, las fotos, las anécdotas. Los viajes, quizás por la intensidad de la experiencia que se viven en ellos –tales como conocer lugares nuevos, otras comidas, otras personas-, son esencialmente duraderos. Permanece en nuestros recuerdos como tesoros difíciles de remover.

Un segundo rasgo que suele acompañar a los verdaderos valores tiene que ver con aquello que satisface. Aquí es muy fácil caer en dualismos y decir simplemente que los placeres del alma o del espíritu nos superiores a los del cuerpo. Claramente no. De hecho, experimentamos que muchos de los llamados placeres del alma, son intensamente corporales. Por ejemplo, las artes se suelen asociar con el espíritu. Sin embargo, la experiencia artística es esencialmente corporal. Escuchar una pieza musical, mirar una obra de arte son experiencias corporales. Leer una buena novela despliega toda la riqueza de nuestras imágenes corporales (olores, colores, etc.). En cambio, muchos placeres asociados con el “cuerpo” en un sentido peyorativo, pueden ser intensamente “mentales” como el deseo desenfrenado de poder o de tener. Así que tenemos que ir hacia distinciones más sutiles para descubrir cuál es la dimensión de nuestro ser que es satisfecha a través de los “verdaderos valores”.

Podemos decir quizás que los verdaderos valores son aquellos que tocan las dimensiones más profundas de nuestro ser, aquellas en las que “resonamos”, lo que nos hace conectar con lo más profundo de nuestra persona. De esa manera, aquello que nos llena puede ser algo muy espiritual, como una oración, un retiro o algo muy “corporal”, como una buena cena con amigos. Lo que tendrá en común es que en ambos casos tocará algo esencial de nosotros, aunque sea de distinta manera.

Quizás en la medida que aprendamos a reconocer las cosas que nos llena más duradera y profundamente, podremos comenzar a salir de esa dinámica tan humana del deseo- decepción.

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