Saturday, November 04, 2006

El mundo como posibilidades

Entra un niño a una gran sala, llena de juguetes. Un sector es para “armar cosas”, donde hay plasticina, greda y lego. Ahí puede hacer las figuras que quiera. Otro sector, es de cosas en miniaturas, pequeños trenes, autopistas, autitos, casitas y pequeñas personas. Ahí puede construir una ciudad, si quiere, o simplemente hacer circular el tren o bien agregarle pasajeros o un poquito de carga, con pequeñas piezas que imitan minerales, animales o comida. Luego hay otro rincón donde tiene túneles, columpios, balancines. Ahí puede desplazarse y jugar como quiera con esos “juegos de patio”. Otro rincón es para armar avioncitos, buques, autos. Tiene el pegamento y todo tipo de cosas armables. En otro rincón, hay “juegos de salón”, donde puede jugar naipes, ajedrez o dominó. En otra esquina, hay lápices y hojas para pintar. Todo tipo de artefactos: lápices de cera, de colores, pasteles, pinceles y pintura. Finalmente, hay otro rincón con todo tipo de juegos electrónicos.

¿Qué significa para un niño este salón, además de un lugar sumamente entretenido? Pues bien, es un mundo de posibilidades, de infinitas posibilidades de juego y entretención, donde el tiene que decidir qué hacer con esas infinitas posibilidades. Cómo pasar bien el tiempo, con qué jugar y cómo jugar.

Ahora imaginémonos un taller de una persona que le gustan las artes manuales. Por un lado las herramientas: un serrucho, cierra, torno, martillo, alicates, destornilladores, taladro y una infinidad de otras para trabajar la madera, en electricidad, en gasfitería, el jardín o el metal. En otro lado imaginémonos los materiales. Todo tipo de clavos, pinturas, semillas, cosas para preparar mezclas y todo lo necesario para usar bien las herramientas. Ese es el mundo de una persona que le gusta los trabajos de la casa. Y es un mundo infinito de posibilidades. Nuestro personaje tendrá que decidir que herramientas usar, con qué propósito y que materiales emplear.

Finalmente, imaginémonos una persona que ama la lectura en una gran biblioteca que tenga todos los libros que se han publicado en las principales lenguas. ¿Qué es esa biblioteca para esta persona? Un mundo infinito de posibilidades de lectura, para hojear, para deleitarse en libros ya leídos o por leer.

Esta manera de concebir el mundo, como un mundo de posibilidades se nota más claramente en “mundos específicos”, como el mundo del artista, el mundo del lector o el mundo del niño. Pero en realidad es la manera como se nos presenta a todos nuestro mundo. Es la manera como se le presenta el mundo a un futbolista. Recibe la pelota, puede devolverla dando un pase, puede tratar de pasar a algún jugador, puede tirar al arco o simplemente retenerla. Nuestra vida se nos presenta como posibilidades. La pregunta de cada día es: ¿qué voy a hacer hoy? Es cierto que esa pregunta muchas veces está ya respondida. Tengo que ir a trabajar, tengo que cocinar para mis hijos, tengo que ir a buscarlos al colegio. Pero esas tareas también han surgido como un optar de posibilidades, de formar familia, de postular a un trabajo. Incluso dentro de ese mundo un poco ya determinado, siempre tengo posibilidades. ¿Por qué papeles comenzaré? ¿Le diré a mi jefe que esto no me parece? ¿Le solicitaré un aumento de sueldo? ¿A dónde llevaré a los niños después del colegio? ¿Qué haremos el fin de semana?

El mundo siempre se nos abre como posibilidades y está en nuestra libertad el elegir entre ellas. Esto nos puede parecer un tanto evidente. Pero hay algo más que agregar. No es que primero se nos den las posibilidades y luego optemos. Parte de nuestro optar es las posibilidades con que concibo una cosa. Un ejemplo ayudará. Para un amante de la ecología, un bosque es un objeto de contemplación y regocijo. Las posibilidades puede ser fotografiarlo, protegerlo o acampar en él. Para un empresario forestal un bosque puede ser un recurso natural para ser usado y transformado. Las posibilidades pueden ser el cortar el bosque o dejarlo crecer un poco más para sacarle mejor rentabilidad o venderlo esperando una mejor oferta. En un caso el bosque se nos aparece como un objeto de cuidado y contemplación. En el otro, como un recurso productivo. Lo interesante es que nuestra libertad no se da sólo en elegir entre fotografiar o contemplar el bosque (en el caso del ecologista) o entre dejarlo crecer o cortarlo (en el caso del empresario forestal), sino se da también en el elegir entre verlo como un objeto de cuidado o contemplación o verlo como un recurso natural productivo.

Es decir, en nuestra forma de entender las cosas ya hay una opción previa. Lo interesante es que entender algo es siempre entender las cosas como posibles. De mi entendimiento de la esencia de algo, se sigue siempre un curso de acción. Si entiendo a un feto como un ser humano, se sigue un curso determinado de acción: cuidado, protección. Si entiendo a un feto como parte del cuerpo de la mujer, se sigue la posibilidad de deshacerme de él si no lo deseo. Nuestro entendimiento del mundo tiene, entonces, profundas consecuencias éticas. ¿Pero qué hay del mero entender contemplativo? Por ejemplo, del entender un teorema no se sigue ningún curso de acción. En parte es cierto, pero el entender algo como un mero objeto de conocimiento, ya entraña una acción: el simplemente entenderlo. En cambio, si entiendo un teorema como un mensaje secreto, estaré atento al mensaje y reaccionaré de alguna manera a él.

El ver la vida, nuestro mundo, como un mundo de posibilidades, Heidegger lo llama entendimiento. Entender las cosas, es entenderlas como posibilidades. Pero no sólo es entender esta determinada cosas. La vida es comprensión, en cuanto supone que se nos abre un mundo como posibilidades de acción, entendiendo acción en el sentido más amplio de la palabra, es decir como actitud que puede supone incluso pasividad. La forma concreta cómo desarrollamos esa comprensión, entendimiento de la cosas, Heidegger la llama interpretación, el tomar las cosas como algo determinado.

Ahora bien, qué determina el que el mundo, mi vida se me aparezca de determinada manera. De alguna forma siempre nos “hallamos” de determinada manera, nos encontramos bajo cierto estado anímico que nos determina a ver las cosas de determinada manera. Hoy no me encuentro de ánimo para estudiar. No tengo ganas de juntarme con esa persona. El mundo se nos presenta, se nos abre, desde determinado ánimo, disposición afectiva. El mundo religioso es un buen ejemplo. El “sentir” el mundo religiosamente requiere de un temple muy particular. Supone el “sentir” cierta conexión, que el mundo “tiene sentido”. O supone cierta reverencia o asombro ante lo sublime. Incluso el frío mundo de un laboratorio, requiere también una cierto estado anímico, que puede ser llamado de curiosidad, imparcialidad o desafección. El no involucrarnos también supone un estado de ánimo de indiferencia. Entonces el mundo se nos abre en una determinada comprensión de las cosas, que se concreta en una determinada interpretación, a partir de un cierto estado anímico, de una cierta disposición, la cual es llamada por Heidegger la disposición afectiva.

Este es el esquema básico en que Heidegger entiende el ser humano. Un ser al que se le presenta el mundo como posibilidades, es decir, el mundo se abre a partir de un cierto comprender. Pero ese comprender se manifiesta en una interpretación, es decir, en una concreta articulación, ya sea en acciones o palabras. Finalmente, ese comprender el mundo como posibilidades, se ancla en un determinado estado anímico, una cierta disposición desde la cual se nos abre la realidad.

Tuesday, June 14, 2005

El Caso Schiavo: Algunos elementos para el discernimiento etico

Publicado en la Revista Laicos Ignacianos (Marzo 2005)

Sebastián Kaufmann Salinas

En las últimas semanas la opinión pública mundial se vio remecida por el caso de Teresa Schiavo, quien hace 15 años sufrió una complicación cardiaca que la dejó en lo que se llama un estado vegetal permanente. Es un caso muy complejo que enfrentó a su marido, Michael Schiavo, con los padres de Teresa. Mientras él quería que ella fuera desconectada del tubo estomacal a través del cual recibía alimentos e hidratación, los padres de la mujer insistían en que ella siguiera recibiendo alimentación y líquidos.

El estado de Florida permite que se le interrumpa la alimentación a personas en estado vegetal permanente, siempre y cuando la paciente haya manifestado tal deseo, lo que comúnmente se hace a través de una declaración llamada “living will”. El problema es que Teresa Schiavo no dejó nada por escrito al respecto. Sin embargo, el marido señaló que ella le manifestó tal deseo antes de que se enfermara.

Los padres de Teresa, más que negar que ella pudo haber manifestado tal voluntad, cuestionaron las intenciones de Michael, diciendo que él tendría intereses personales en que ella muriera, al estar con otra mujer y tener dos hijos en esa unión. Además, según los padres, el estado de Schiavo no era irreversible y no estaban perdidas todas las facultades superiores del cerebro.

Después de una larga batalla legal, las cortes de Florida fallaron a favor del marido, ordenando que se interrumpiera la alimentación de Schiavo. El caso tomó tales connotaciones nacionales y políticas, que el Congreso norteamericano dictó una ley para que el caso fuera revisado por las cortes federales, las que se negaron a revertir la medida anterior, de tal modo que el 31 de marzo, Teresa Schiavo murió.

Este asunto se puede tomar desde muchas perspectivas (políticas, jurídicas, médicas y éticas). Yo me concentraré en algunas de las implicancias éticas aquí envueltas.

Para entender mejor el dilema ético podemos atender a los argumentos que se han dado para defender o atacar la decisión de las cortes de Florida. Quienes estaban por dejar vivir a Schiavo, argumentaban que la vida humana es inviolable y que una persona en estado vegetal sigue siendo un ser humano, y que por eso merece el mismo cuidado y respeto que una persona con todas sus facultades intactas. Quienes estaban a favor de que se le interrumpiera la alimentación, decían que ella misma manifestó su voluntad de morir en caso de producirse una situación como la que ocurrió. Además agregaban que no sólo es importante cuidar la vida sino también la calidad y la dignidad de la vida humana, la que en un caso como éste se ha perdido. Incluso más, algunos sostienen que una persona en estado vegetal permanente en realidad ha perdido su condición de persona humana pues todas las funciones superiores de la mente han cesado (cognición, emoción, conciencia, etc.).

Como se puede observar, aquí hay varios puntos donde se produce el dilema. Trataré de enumerarlos y de pasada manifestar lo que es la doctrina de la Iglesia en cada uno de las cuestiones:

1. Definir la vida y la muerte: Con los avances de la medicina, se ha hecho crecientemente complejo definir en algunos casos el momento en que se produce la muerte. Antiguamente, el criterio de muerte era el paro cardiaco irreversible que trae como consecuencia el cese de todas las demás funciones. Sin embargo, hoy es posible que el corazón siga funcionando, aunque las facultades cerebrales estén casi por completo idas. Es el caso de la muerte cerebral, que para la mayoría de los expertos hoy se asimila a la muerte de la persona (aunque algunos discuten tal criterio). Se argumenta que una persona con sus funciones cerebrales extinguidas, aunque respire y su corazón palpite, no está de hecho viva. En el caso de Schiavo, hay algunos que argumentaron de la misma manera, diciendo que una persona con las funciones superiores del cerebro atrofiadas, no es ya más una persona, sino un mero cuerpo mantenido vivo a la fuerza. Así como con el criterio de la muerte cerebral hay cierto consenso en que en tal caso se trata de muerte real, en el caso de las personas en estado vegetal permanente, la mayoría, incluyendo la Iglesia Católica, sostiene que esas personas están vivas y que por lo mismo merecen los mismos cuidados que cualquier ser humano.

2. ¿Qué tipo de tratamientos y de cuidados se les debe dar a un enfermo?: Todos estamos de acuerdo que a un enfermo con posibilidades de recuperación se les debe proporcionar todos los tratamientos posibles que se dispongan en un determinado momento. En cambio, si un paciente se encuentra en un estado terminal de enfermedad, se acepta que los tratamientos sean proporcionados a las posibilidades de recuperación. Así, es perfectamente razonable que una persona con un cáncer muy avanzado decida no someterse a un tratamiento muy doloroso que sólo le prolongará un tiempo la vida o que tiene muy pocas posibilidades de éxito. Esto también es aceptado por la Iglesia Católica. El problema se plantea con enfermos que no están terminales pero cuya recuperación es muy improbable (personas conectadas a un respirador artificial o a una sonda de alimentación como en el caso de Schiavo, por ejemplo). Aquí se suele distinguir entre cuidados ordinarios y extraordinarios. En general se acepta que una persona sin posibilidades de recuperación no reciba tratamientos extraordinarios (si la familia así lo decide o la persona ha manifestado esa voluntad). Por lo mismo, en general se considera éticamente aceptable que una persona conectada a un respirador artificial sin posibilidades de recuperación sea “desconectada”. En el caso Schiavo el problema estaba en determinar si la alimentación por sonda es un tratamiento extraordinario o tan sólo un cuidado mínimo que merece todo paciente. El Papa Juan Pablo II expresamente dijo que la alimentación, aunque sea a través de una sonda, es un cuidado mínimo y no un cuidado extraordinario. Por esa razón la decisión de interrumpir la alimentación a Schiavo fue duramente criticada por el Vaticano que considera que lejos de ser la interrupción de un tratamiento extraordinario, es privarle al enfermo de un cuidado mínimo al que tiene derecho.

3. El problema de la calidad o de la dignidad de la vida: A muchos nos ha tocado ver a amigos o parientes cercanos vivir en condiciones tan deterioradas, que uno a veces desearía que Dios se llevara a ese ser querido. Los partidarios de la eutanasia señalan que la persona tiene derecho a tener una vida digna bajo condiciones de calidad mínimas, de tal modo que si la existencia se transforma en un tormento físico la persona tiene derecho a pedir que se le ponga fin a su vida. Para la Iglesia Católica la vida siempre es digna de ser vivida, independiente de los sufrimientos o de las incapacidades que existan. Si bien apoya todo tipo de cuidados paliativos y de tratamientos para hacer más soportable el dolor, cree que los seres humanos no tenemos el derecho de disponer de nuestra propia vida, por muy “invivibles” que sean las condiciones. La Iglesia sostiene que en cualquier condición, por muy penosa que sea, es posible hallar un sentido al sufrimiento. Este argumento de la calidad y dignidad de la vida, también fue usado en el caso Schiavo. Muchos dijeron que no tiene sentido una vida “vegetal”.

4. El problema de la capacidad para decidir sobre la propia vida: Mientras para los partidarios de la eutanasia una persona puede decidir poner fin a su vida cuando el estado es irrecuperable y hay un dolor insoportable, para los católicos no existe tal derecho sobre la propia vida. De ese modo, se considera que lo que haya decidido Schiavo antes de su enfermedad, no le daba el derecho a su marido ni los médicos para interrumpir esa vida (ni tampoco a ella si hubiera estado consciente).

Así, siguiendo los principios que inspiran a la Iglesia Católica en materias de bioética, el interrumpir la vida de Schiavo fue un acto inmoral. Para algunas personas estos argumentos pueden parecer rígidos. En mi opinión, lo que la Iglesia Católica está defendiendo a través de estas consideraciones son los siguientes principios:

1. No tenemos autoridad para decidir sobre la vida y la muerte ni de nosotros ni de otras personas. Aquí se trata de afirmar que Dios es Dios y que sólo a El le toca decidir sobre la vida y la muerte (por eso que también la Iglesia se ha manifestado en general en contra de la pena de muerte).

2. Toda vida es valiosa, aunque aparezca absurda, sin sentido, disminuida o privada de las facultades con las que se asocia generalmente lo humano. Este argumento es importante, pues la Iglesia teme que se introduzca una mentalidad economicista sobre la vida que sólo considere digna la vida que “aporta”, cayéndose en una mentalidad discriminatoria en contra de los más débiles, en contra de los enfermos mentales o en contra de los ancianos.

Los casos de bioética son extremadamente complejos. Con estas consideraciones no pretendo agotar el tema, sino simplemente aclarar algunos puntos que nos permitan formarnos un juicio y tener criterios de discernimiento sobre estas materias que probablemente irán tomando una creciente relevancia en nuestro país.


Wednesday, May 04, 2005

Liberales y conservadores: Algunas claves para entender el debate

Publicado en la Revista Mensaje Mayo 2005
Sebastian Kaufmann

El último tiempo se ha dado en nuestro país una pugna entre las visiones liberales y conservadoras de la sociedad, siendo la ley del divorcio sólo un botón de muestra de un desacuerdo más de fondo que tienen que ver con el rol del estado, de la ley y con distintas concepciones sobre lo que es lo bueno y lo justo.

Este debate, en principio fecundo e interesante, parece convertirse en muchos momentos más bien en un diálogo de sordos. A continuación, quisiera aportar con algunos elementos que puedan ayudar a entender mejor esta discusión.

Los liberales le asignan al Estado un rol más bien neutro, enfatizando los derechos individuales a elegir el tipo de vida que cada uno quiera llevar. Los conservadores, por su parte, más bien tienden a pensar que el Estado debiera de alguna manera imponer ciertos valores que son predominantes en la sociedad o que son expresión, por ejemplo, del derecho natural, de la voluntad de Dios o de alguna tradición en particular.

La tradición conservadora está ligada a una ética que enfatiza una visión particular de lo que es lo bueno y de la felicidad y que hunde sus raíces en la filosofía Aristótelica y que luego se une con la cosmovisión cristiana en Santo Tomás, teniendo fuertes implicancias políticas y jurídicas con la doctrina del derecho natural. En esta tradición el fin de la sociedad es el bien común, el cual influye directamente en la consecución del fin moral de los individuos. El Estado, lejos de ser moralmente neutro, tiene que contribuir al desarrollo moral de sus integrantes.

La tradición liberal tiene sus antecedentes en las teorías políticas contractualistas que privilegian al individuo y sus derechos por sobre la sociedad. El Estado, para ellos, se justifica en la medida que garantice los derechos de los individuos. Esta tradición, que llega a su auge en la ilustración (con pensadores tales como Rosseau o Montesquieu), tiene su máxima expresión política en la revolución francesa. En la ilustración alemana, el liberalismo recibe gracias al pensamiento de Kant un fuerte impulso, a través de una filosofía moral que enfatiza la autonomía y la libertad de los sujetos, poniendo a la mera razón como la fuente de la moralidad.

En el panorama contemporáneo surgen diversas corrientes de pensamiento que se inspiran ya sea en una u otra tradición o que intentan proponer una visión alternativa que no se identifica ni con el liberalismo ni con el conservadurismo (por ejemplo, algunas éticas comunitarias).

Pese a que ambas tradiciones en algunos puntos se han acercado, aún tienen profundas diferencias.

La tradición conservadora aunque reconoce cada día más abiertamente el valor de la democracia y de la tolerancia y no es ciega al hecho innegable del pluralismo, no quiere renunciar a que sus ideas particulares del bien encuentren un espacio en lo público. Por ejemplo, la Iglesia Católica aspira a que su idea del bien se exprese a través, entre otras medidas, del reconocimiento del derecho a la vida del que está por nacer.

La tradición liberal por su parte, aunque es consciente y respetuosa de las ideas de bien de los distintos grupos sociales (e incluso las fomenta y reconoce), pide que ninguna de ellas se trate de imponer sobre las demás, de modo de no ahogar el pluralismo y de no pasar a llevar a otras ideas particulares del bien que por no ser mayoría podrían verse afectadas. Así muchos liberales, respetando la opinión de la Iglesia Católica en contra del aborto, no ven por qué esa idea tenga que ser impuesta a quienes no comparten tal visión.

Así las cosas, pareciera que mientras la tradición conservadora es más sensible al problema de la verdad de las concepciones del bien, la tradición liberal es más sensible al problema de la legitimidad que puede tener un grupo para imponer su propia visión del bien a los demás.

En efecto, en determinadas circunstancias, la imposición de una determinada idea del bien (de una verdad), puede terminar inhibiendo la expresión y el desarrollo de visiones alternativas del bien. Tal pareciera ser el caso de las normas que prohíben el consumo de drogas o que castigan conductas privadas, tales como la homosexualidad. Para algunos liberales, tales normas, aunque reflejan una idea moral que puede ser verdadera, carecen de legitimidad debido a su aparente falta de consenso y aceptación pública

Por otro lado, a fin de garantizar la legitimidad de las normas sociales (por ejemplo a través de un consenso absoluto), finalmente nos podemos quedar con un espacio público vacío de contenido que termina por sacrificar a todas las ideas de verdad, o peor, por imponer subrepticiamente una particular ideología individualista y relativista.

Sin embargo, verdad y legitimidad no son en principio irreconciliables. Por ejemplo los católicos creemos en una verdad, a saber, en las ense­ñanzas de Jesucristo, pero sabemos que no es legítimo imponer esa verdad a los demás. Sin embargo, eso no nos quita el derecho a anunciar esa verdad y a tratar de que los valores del evangelio prevalezcan en el espacio social, a condición que respetemos los procedimientos legítimos que tiene la sociedad para regular las materias de interés público.

Por otro lado, la sensibilidad liberal frente a la legitimidad de los procedimientos y al respeto por las diferencias, en principio no es incompatible con el hecho de reconocer el derecho a los distintos actores para entrar en el debate con sus propias ideas del bien y a tratar de convencernos de la verdad de sus puntos de vista. Es más, muchos liberales aceptan que determinadas ideas del bien sean el marco en el que se desenvuelve la sociedad (por ejemplo, lo que Adela Cortina llama una “ética mínima”).

Como podemos ver, si bien no son tradiciones incompatibles, se enfrentan en muchos aspectos. En todo caso, lo descrito es una simplificación que trata de mostrar esquemáticamente el núcleo de ambas tradiciones. Obviamente hay muchos tipos de liberalismos y de conservadurismos o incluso ideas de sociedad que no calzan con ninguna de las dos tradiciones.

Finalmente, quisiera resaltar que en mi opinión ambas tradiciones tienen mucho que aprender una de la otra. Por ejemplo, la tradición liberal puede aprender de la tradición conservadora que la neutralidad valórica del estado es una falacia y aceptar que las distintas ideas del bien tienen derecho a ocupar porciones del espacio público. La tradición conservadora, por su parte, puede aprender de la tradición liberal a valorar más positivamente el hecho indiscutible del pluralismo y a reconocer el derecho que tienen a expresarse y desarrollarse, dentro de un marco razonable y consensuado, formas particulares de vida que se alejan de las ideas morales dominantes.

Tuesday, March 29, 2005

Deseo y frustración

Sebastián Kaufmann Salinas

La realidad tiene cierta densidad ontológica. ¿Qué quiero decir con esto? Simplemente que la realidad es susceptible de otorgarnos cierta plenitud. Los ejemplos abundan. Una buena conversación, un beso, una caricia, una puesta de sol, un buen libro, un nuevo trabajo, un viaje. Son aquellas cosas que denominaciones genéricamente como lo que nos hace “disfrutar la vida”. Sin embargo, paralelamente experimentamos que las cosas nos aburren. El mismo libro que un día nos pareció interesante, de pronto nos puede parece aburrido. La charla que tanto disfrutamos, un día se nos puede aparecer como rutinaria.

Sin embargo no es solo que las cosas del mundo se nos aparezcan a veces como plenificantes y otras veces desgastantes. El punto va más allá. La realidad misma, como totalidad se nos aparece como plenificante, tonificante, como un espléndido amanecer u odiosa como la peor de las rutinas. ¿Quién no ha experimentado la sensación de ciertos momentos donde sentimos que todo tiene sentido, conexión? Nos sentimos llenos de fuerza y con ganas de actuar. Nuestro ser se expande. Otras veces, en cambio, sentimos que todo cuesta y que nada tiene demasiado sentido.

¿Qué será este vacilante estado de ánimo? Será simplemente lo que comúnmente se llama como “días buenos”y “días malos”. O simples estados psicológicos de euforia seguidos de depresión. Obviamente que se trata de eso, pero en mi opinión, podemos ir más lejos, y hacer una “mirada ontológica” de este fenómeno. ¿Qué quiero decir con una mirada ontológica? Simplemente miremos el fenómeno de tal manera que pueda decirnos algo de lo que es nuestro ser o de lo que es la realidad en general.

Un primer acercamiento lo podemos hacer preguntándonos si hay algo en las cosas que hace que a veces nos alimenten y a veces nos abrumen. Considero que sí, que hay algo en la realidad que tiene esa estructura dual de gozo y hastío. Obviamente cuando hablo de “realidad”o de “las cosas”no me refiero a ningún tipo de dualismo. Se trata de nosotros en relación con el mundo.

Pongamos un ejemplo concreto. Un buen plato de comida. Más aún, nuestro plato preferido. En un comienzo puede parecernos fabulosamente atractivo y en otro momento nos puede hastiar. Alguien me dirá que eso se explica por la necesidad que tenemos de alimentos que una vez que es satisfecha se disipa el deseo. Sí, claro que tiene que ver con eso, pero creo que hay más. Otro ejemplo. Los objetos de un comienzo nos parecen tremendamente atractivos y de pronto nos parecen indiferentes o incluso nos molestan, sin que haya pasado demasiado con el objeto en sí mismo. Parece que algo hay en lo novedoso, en las expectativas que hace que ciertos objetos sean tan seductores en un comienzo. Podemos ir más lejos. Las relaciones humanas, tienen en parte esta dinámica. Muchas relaciones comienzan con un nivel inaudito de expectativas, donde todo aparece atractivo, pero de a poco esa novedad se puede ir perdiendo. Precisamente, en ese desgaste de los objetos se ancla la lógica de la sociedad de consumo. Mucho se ha hablado de que vivimos en el tiempo de lo desechable y quizás tenga que ver mucho con eso.

Pero creo que hay más. San Ignacio de Loyola cuando habla de la consolación espiritual (el sentimiento de cercanía de Dios y de comunión con las cosas), advierte a quién está en el camino espiritual que se prepare para la desolación que vendrá. Ni siquiera se toma la molestia de decir que se prepare para la desolación que puede venir, sino es más enfático y nos plantea que tras la consolación siempre viene la desolación. En todo caso, al mismo tiempo nos dice que el que está en desolación piense en que pronto ella pasará y ya llegará la consolación. Hay algo en la vida espiritual que tiene que ver con los ciclos. Sin embargo, no se trata solamente de la vida espiritual, sino de la vida misma, que tiene esta dinámica cíclica, donde las cosas se nos aparecen con un gusto desigual y fluctuante.

Quizás parte de la madurez en la vida sea el aprender a vivir con eso. En nuestra juventud muchas veces nos vemos cautivado con la idea de la fiesta que no acabará. Las vacaciones parecen eternas, pero siempre llegan las clases... y todo comienza de nuevo. A golpes vamos aprendiendo que el eterno paraíso no está en esta tierra y que tenemos que aprender a convivir con una realidad que se nos aparece esquiva.

¿Podremos dar un paso más allá? Creo que sí. Quizás dentro de esta dinámica de gozo-hastío se esconde una verdad más profunda. En nuestro anhelo de infinito, de plenitud, la realidad nos concede gustar algo de la plenitud que quisiéramos. Sin embargo, al mismo tiempo nuestras expectativas suelen superar lo que la limitada realidad nos puede dar. Deseo y frustración muchas veces se acompañan. A veces pareciera que son jugadas crueles del destino que nos permite gustar algo de aquello de lo que anhelamos, pero que rápidamente nos retira aquello que promete llenarnos toda la sed.

La plenitud anhelada

Quizás la expresión que mejor describa nuestra situación existencial es sed. Tenemos sed de conocimientos, de afecto, de experiencias nuevas, de felicidad. Uno de los trozos más hermosos del evangelio nos refiere al tema de la sed. Me refiero al encuentro de Jesús con la Samaritana, descrito en el evangelio de San Juan. La samaritana va a buscar agua al pozo de su pueblo, conocido como el pozo de Jacob. Jesús se acerca a ella y le pide que le saque agua para él. Ella extrañada de que se le acerque un hombre, judío además –pues como dice el evangelio los judíos y samaritanos no se hablan-... Jesús le contesta, si conocieras quien soy tú me pedirías a mí... ella le dice... dame Señor siempre de esa agua de la que no se vuelve a tener sed.

En la vida de alguna manera buscamos saciarnos del agua que colme nuestros anhelos más profundos. Sin embargo, la experiencia nos muestra que muchas veces quedamos más sedientos que antes. Es precisamente la dinámica de las adicciones. Progresivamente van generando más deseo y al mismo tiempo van llenando menos, aumentando la dependencia y la necesidad de dosis mayores. La sociedad de consumo también funciona así. El primer equipo de música probablemente llena muchas necesidades, pero el segundo menos y cada vez se requiere uno más moderno y sofisticado (para quiénes sienten debilidad por ello, en otros serán otros productos y en algunos probablemente el consumo no hace gran mella).

La pregunta que surge enseguida, es la misma que la samaritana dirige a Jesús: ¿dónde podemos encontrar esa agua que pueda satisfacernos nuestro enorme apetito? ¿Podemos escapar de la dinámica deseo-decepción?

Verdaderos y falsos valores

Un día escuché a un profesor decir que los verdaderos valores eran aquellos que cumplían lo que prometían. Es decir, aquellos que nos daban lo que uno podía esperar de ellos. Creo que esa definición es bastante iluminadora. Hay ciertos pozos que solo generan más sed y hay otros en cambio que parecen tener la cualidad de satisfacernos.

¿Cómo distinguirlos? Esa es la pregunta de la vida. No existe tesoro más grande que saber dónde buscar y encontrar la felicidad. Recetas hay muchas. Aquí quiero hacer algo más humilde. Simplemente preguntarnos qué hace que algo pueda llenarnos y qué hace que algo nos deje vacíos.

Hay ciertos rasgos que podemos enumerar. Podemos partir de un ejemplo mil veces visto en las novelas, en las películas y por supuesto en la vida real. Me refiero a ciertas relaciones afectivas que nos dejan un gran vacío en contraste con otras que nos llenan. He escuchado a muchas personas decir que el sexo casual los deja muy vacíos. En cambio, las relaciones más duraderas suelen llenarnos más. De ahí podemos sacar una primera conclusión. En general, las cosas duraderas nos llenan más que las cosas efímeras. Por ejemplo, he escuchado a mucha gente dice que no hay mejor forma de gastar el dinero que en viajes. Uno podría decir que ese ejemplo contradice lo que estoy diciendo. Un viaje suele ser algo bastante pasajero pero que sin embargo es muy apreciado por las personas. Me parece que con los viajes ocurre precisamente lo contrario. Mucha gente casi disfruta más que el viaje mismo, los recuerdos, las fotos, las anécdotas. Los viajes, quizás por la intensidad de la experiencia que se viven en ellos –tales como conocer lugares nuevos, otras comidas, otras personas-, son esencialmente duraderos. Permanece en nuestros recuerdos como tesoros difíciles de remover.

Un segundo rasgo que suele acompañar a los verdaderos valores tiene que ver con aquello que satisface. Aquí es muy fácil caer en dualismos y decir simplemente que los placeres del alma o del espíritu nos superiores a los del cuerpo. Claramente no. De hecho, experimentamos que muchos de los llamados placeres del alma, son intensamente corporales. Por ejemplo, las artes se suelen asociar con el espíritu. Sin embargo, la experiencia artística es esencialmente corporal. Escuchar una pieza musical, mirar una obra de arte son experiencias corporales. Leer una buena novela despliega toda la riqueza de nuestras imágenes corporales (olores, colores, etc.). En cambio, muchos placeres asociados con el “cuerpo” en un sentido peyorativo, pueden ser intensamente “mentales” como el deseo desenfrenado de poder o de tener. Así que tenemos que ir hacia distinciones más sutiles para descubrir cuál es la dimensión de nuestro ser que es satisfecha a través de los “verdaderos valores”.

Podemos decir quizás que los verdaderos valores son aquellos que tocan las dimensiones más profundas de nuestro ser, aquellas en las que “resonamos”, lo que nos hace conectar con lo más profundo de nuestra persona. De esa manera, aquello que nos llena puede ser algo muy espiritual, como una oración, un retiro o algo muy “corporal”, como una buena cena con amigos. Lo que tendrá en común es que en ambos casos tocará algo esencial de nosotros, aunque sea de distinta manera.

Quizás en la medida que aprendamos a reconocer las cosas que nos llena más duradera y profundamente, podremos comenzar a salir de esa dinámica tan humana del deseo- decepción.

Monday, March 28, 2005

Nuestro Fundamento

Xavier Zubiri dice que uno de los rasgos característicos de la existencia humana es la nihilidad ontológica. Es decir, que nuestra existencia, por sí misma, no se fundamenta. Dicho en términos comunes, nuestra vida es esencialmente vacía, sin sentido. Por eso buscamos “llenar la vida”, “darle un sentido” a nuestra existencia. Si ella desde siempre y por definición estuviere llena, no sería necesario buscar aquello que la completa.

La pregunta que viene a continuación, es qué la completa, que la llena, qué le da sentido a la vida. El hombre en su existencia terrena tiene que responder vitalmente a esta pregunta, es decir, tiene que colocar su existencia en aquello que le dé sentido. Siendo la vida una nada en sí misma, en sí misma, será necesario entonces buscar aquello que la sostenga, apoyar-la, fundamentar-la.

Esta nihilidad ontológica también puede ser entendida como libertad radical. Como la vida no es nada por sí misma, de alguna manera puede tomar casi todas las formas posibles. La vida se identifica con aquello que se hace o se opta de tal manera, que solemos definir la vida de las personas en función de sus actividades u opciones. Juan es abogado. Pedro es creyente. Porque la vida por sí misma es un vacío-querer, en nuestro hacer y qué-hacer va tomando contenido y forma.

Obviamente que la vida no es una tabla raza que haya que ir llenando. Siempre ya nos encontramos siendo o haciendo algo. Sin embargo, eso que hacemos o que somos, no nos define esencialmente, pues siempre podemos hacer o ser otra cosa. Como afirman los filósofos existencialistas, la vida se define a sí misma en cada momento. Sartre dice que la vida es puro proyecto. Quizás habría que matizar esa afirmación con la constatación que también somos historia y que esa historia nos condiciona y también nos define. No obstante, esa historia nunca cierra las posibilidades para que se escriba otro capítulo de nuestra existencia donde podemos ser algo completamente distinto a lo que hemos sido.

La pregunta es cómo y en qué fundamentamos nuestra existencia. ¿Cómo llenamos nuestra vida? Existen muchas maneras. Lo único de que no podemos escapar es de la necesidad de llenar con algo nuestra vida. Si bien nuestra existencia por definición es abierta y vacía, siempre necesita llenarse y tomar alguna forma o en palabras de Sartre, estamos “condenados” a ser libres. Así en cada momento vamos tomando múltiples, pequeñas y grandes opciones que van determinando la forma concreta que va adquiriendo nuestra vida. También obviamente las circunstancias van “llenando” el contenido de nuestra existencia.

Más allá de las pequeñas opciones de cada día, tenemos que enfrentar decisiones más profundas que muchas veces las tomamos sin darnos cuenta. La existencia en su nada esencial, decide finalmente dónde se apoyará y buscará su fundamento. Incluso la opción de tomarme a mí mismo como el fundamento, es una manera de fundamentar la vida. Es lo que Zubiri llama “la soberbia de la vida”, que para él está en la raíz del ateismo. En esa opción se encontrará un horizonte de valores o mejor de valoraciones que determinarán las sucesivas “pequeñas elecciones”.

Esta gran opción de dónde fundamentar la existencia, es como el suelo dónde decidimos edificar. Así como el suelo donde decido construir un edificio determina todas las posteriores decisiones, la opción por el suelo donde decido “colocar” mi vida también determinará las posteriores “pequeñas” opciones.

¿Qué determina en cada uno esa gran opción? Difícil saberlo. La mayoría ni siquiera se lo pregunta y en muchos la simple comodidad o a veces la manera de hacerse la vida un poco más agradable determinará ese suelo.

En algunos otros, esa gran decisión tiene mayor dramatismo y radicalidad. Si uno alguna vez en la vida se detiene un poco y toma conciencia de la importancia de esa opción fundamental (como la llaman los teólogos morales), se dará cuenta que en esa decisión se juega toda nuestra vida.

Hasta dónde sabemos en nuestra experiencia mundana, tenemos una sola vida. Por eso, la mayoría de nosotros quiere hacer algo con la vida que “valga la pena”. Para algunos “vale la pena” tener una familia, ser honesto, o vale la pena pasarlo muy bien, tener mucho dinero, poder, placer o quizás “valga la pena” dedicarse a aprender, o a ser artista, etc. La multitud de opciones que se pueden tomar en la vida muestra precisamente que nuestra existencia en su esencia se encuentra muy indefinida y que en el camino será necesario darle una forma.

Muchos nunca encuentran nada que valga realmente la pena y experimentan más bien que la vida tiene un cierto vacío innato y que por lo tanto es mejor “administrar lo mejor posible” ese vacío tratando de “pasar el rato”o “matar el tiempo” lo mejor posible. Sin embargo hay otros que al mismo tiempo que experimentar que la vida es en sí misma vacía y que por lo mismo necesita fundamentarse o apoyarse en algo, se dan cuenta que quizás hay algo que le puede dar un valor infinito a esa vida, algo grande que puede transformar la vida entera.

Ese fundamento que le puede dar un valor infinito a la vida para algunos es el Absoluto, Dios mismo.

¿Qué sucede cuando nos encontramos con ese Absoluto? Hay muchas maneras de encontrarse con Aquél. Para algunos, precisamente la experiencia de la insuficiencia de la vida, de lo pasajero, de lo “evanescente de todo ser mundanal” (en palabras de Jaspers), los lleva a volverse y a preguntarse por aquello que realmente “valga la pena”, aquello que justifique y le dé valor a la existencia. Otros experimentan ese Absoluto de manera casi innata en medio de una tradición donde se les ha mostrado que Dios es lo más importante en la vida.

Sea como sea que se haya experimentado a Dios, una vez que reconocemos que en Dios se encuentra la verdad de nuestra existencia, estamos llamados a dar una respuesta a esa verdad. Podemos intentar esconder esa verdad, negarla o vivir conforme a ella. Pero si creemos que Dios es aquél que merece ser nuestro fundamento, la respuesta consecuente será colocar nuestra existencia en ese fundamento.

Se trata de una opción que nace de lo más hondo de nuestra libertad y que define la vida entera. El punto es que si reconozco que Dios es el fundamento, no puedo sino relativizar todo otro fundamento y poner las “cosas en su lugar”.

Para muchos la conversión implica un proceso de ser “cautivados” por una experiencia de plenitud, de felicidad, de sentido. Eso me puede llevar a optar por Dios en mi vida, pues quiero vivir de esa plenitud, sentido y felicidad. Sin embargo, aún no es la cuestión determinante. La cuestión de fondo será si reconozco a Dios como aquello en que me debo fundar. Se trata de aceptar una Verdad y de vivir conforme a ella, lo que en el lenguaje que venimos manejando se expresa como un colocar la vida “en manos de Dios”.

Puede que el camino se vuelva duro, que las consolaciones de Dios se alejen, pero mientras reconozca como a Dios como el verdadero Dios, si quiero vivir en la Verdad, no me puedo alejar de su camino y de su amparo. En ello consiste la fe en su sentido más profundo, en un colocar la vida en manos del Absoluto y vivir “contra viento y marea” de esa verdad. En un afirmar “yo quiero vivir en la verdad”, quiero honrar mi existencia con aquello que la dignifica y le da sentido.

Si la verdad de mi existencia es vivir en Dios, sólo viviré una existencia auténtica y coherente si pongo a Dios en el centro de mi vida. Esa es la fe adulta y madura. Es un “colocar mi existencia”, más que un buscar un camino atractivo o agradable. Una vez que uno ve esa verdad, es difícil volver atrás, pues cuando se experimenta la Verdad es difícil vivir en la mentira.
Sebastian Kaufmann Salinas

Friday, March 25, 2005

Los estados de ánimo

Una de las cosas más enigmáticas de la existencia son los estados de ánimo. No sólo por su arbitrio alternarse, sino por la importancia intrínseca que tienen. Como dice Heidegger, la alegría, el repentino disgusto y el alternarse de ambos, no son una nada. Nos revelan básicamente cómo nos va y nos abren primordialmente a la realidad. El mundo es experimentado desde una matriz básicamente afectiva. Los poetas lo saben bien, los buenos escritores, también. ¿Qué es la niñez? ¿Una serie de acontecimientos? No. La niñez es básicamente un estado anímico, una manera muy determinada de abrirse a la realidad. Por eso abusar de un niño es algo muy horrible. El niño tiene derecho a su niñez, a ese abrirse inocente y fresco a la vida. Una vez que un adulto le arrebata, ese estado anímico, se lo arrebata para siempre. Incluso la ciencia más rigurosa, el calcular más exacto, no podría ser posible sino bajo un determinado estado anímico, ese propio del rigor o del gozarse en la armonía numérica.

En todo caso, tenemos que escaparnos de toda interpretación subjetivista de los estados de ánimo. Ellos no nos “colorean” la vida, sino al contrario, la vida es esencialmente coloreada y los estados de ánimo nos permiten conocerla en su coloración. Por ejemplo, en el estado de ánimo de la nostalgia, se nos revela la vida en cuanto ida, añorada. En la nostalgia descubrimos que la vida no está a nuestra disposición y que como dice el poeta, “volverán las oscuras golondrinas…pero aquellas… esas no volverán”. En la alegría, conocemos el carácter “liviano” de la existencia. En ella, como en una pieza de Mozart, la vida se nos revela como casi un juego, en la mejor acepción de esta palabra. Heidegger profundiza todo este tema radicalmente en su tratamiento del tema de la angustia. En ella la vida se nos revela en su carácter de insignificancia.

De todo lo mencionado, lo interesante es constatar que nosotros no disponemos de los estados de ánimo, sino que ellos nos toman a nosotros. Nos encontramos de una determinada manera. De alguna manera estamos a merced de los estados de ánimo. Esto que parece para muchos un escándalo, es la pura verdad. No se trata que tengamos que actuar según lo que nos mande “la guata”, pero claramente la alegría, la esperanza, por ejemplo, por mucho que sean estados de ánimo que añoremos, no están a nuestro arbitrio el provocarlos.

Alguien me podría decir que eso no es así, pues por ejemplo, si estoy triste puedo escuchar una música alegre y esa música finalmente puede “volcar” mi tristeza en alegría. O si me pongo a escuchar la música favorita de un ser querido difunto, probablemente me pondré triste. Eso en parte es verdad. Sin embargo, en tales casos los estados de ánimo que surgen no podrían surgir sino estuviera en nuestras posibilidades previas el experimentarlos. Muchas veces “elegimos” la música que queremos según nos sentimos. Por ejemplo, hay veces que nos sentimos tan contentos, que determinada música claramente no nos viene, no nos “pega”, incluso nos parecería desubicado escucharla. O lo contrario, hay cierta tristeza, que no se apaga ni con la música más alegre, incluso se puede profundizar con ella.

Nos encontramos siempre anímicamente templados, dice Heidegger, dispuestos de una determinada manera. Pero esto no sólo es válido para nosotros en cuando individuos, es muy cierto también para una familia, una nación.
Esa alegría que experimentamos en aquellas vacaciones, ¿fue fruto de la casa que elegimos para veranear?, ¿del lugar? Claro, nada de eso hubiera sido así si no hubiera sido allá. Pero hay mucho más. Simplemente así se dieron las cosas. Y aunque volvamos mil veces a ese mismo lugar, eso no se repetirá. Dice una frase: no trates de volver al lugar donde fuiste feliz… en el sentido de que no trates de “provocarte” de nuevo esa sensación, pues será inútil, es más, quizás lograrás exactamente lo contrario.

Por ejemplo, mi mes de ejercicios espirituales. Ese olor a madera de la pequeña pieza del Cristo donde solía rezar el Padre Hurtado, ese frío de las gruesas paredes coloniales de la casa de ejercicios, esa primera primavera de vida de religioso que se asomaba en el frescor de los campos de Padre Hurtado y ese sol tímido que templaba mis huesos de un jesuita en ciernes. Todo aquello y toda la sustancia que esconde, existió una vez y para siempre. Aunque volviera a entrar a jesuita y a recrear cada paso de ese mágico mes, nada sería igual. No digo que ni mejor o peor. Simplemente sería diferente.

Precisamente el error de nuestro tiempo es creer que los estados de ánimo se pueden manejar y provocar, es decir, el creer que son producto un artefacto más. Así por ejemplo los americanos aunque se traigan a todo Egipto y sus pirámides, eso probablemente no provocará ni por un segundo que puedan experimentar la maravilla de lo que fue el pueblo egipcio.

Los estados anímicos, a nivel de un colectivo, tienen mucho que ver con lo que se llama el “alma de un pueblo”, de una nación o como llaman algunos “el genio” de cultura.

Los estados de ánimo tienen una estrecha relación con la creatividad. El captar originariamente un estado de ánimo y el plasmarlo en una tela, en un escrito, es parte de la esencia del crear. Los poetas lo saben muy bien. Tiene que ver con la famosa “musa”… que no depende de nuestro arbitrio, nos toma, nos impele, nos deja. Ahí está la radical diferencia entre crear e inventar. Mientras la creación es un genuino arraigarse en aquello que se nos “revela”, el inventar es un voluntarioso provocar algo.

Revelación, quizás esa es la palabra clave. Los estados de ánimo son básicamente como se nos “revela” la existencia. ¿Qué estados de ánimo primó en la noche estrellada de Van Gogh? o cuando pintó esas botas campesinas. Su obra nos atrae tanto pues nos revela un mundo cargado anímicamente que nos seduce, nos toma.

Los estados de ánimo envuelven una manera de “experimentar” y de “comprender” –en su radical sentido- la existencia humana. Sin embargo, parece ser el privilegio de algunos el abrirnos nuevas dimensiones de los humano. Por ejemplo la poesía de Neruda la valoramos tanto pues nos parece tan propia, que nace tan auténticamente de nuestro suelo chileno, pero al mismo tiempo es tan nueva, nos abre nuevas perspectivas. La obra de arte, como dice Heidegger, funda un mundo, un nuevo horizonte de perspectivas. Pero entiéndase bien, no es una especie de creación ex nihlo, sino hacer manifiesto, patente aquello que ya se insinuaba, que ya estaba germinal, pero que sólo el artista tiene “el genio” de verlo y de hacernos el servicio de traérnoslo a nuestra presencia.

Así también se funda una nación, a través de un conjunto de “intuiciones originales” que inauguran un terreno fértil en el cual podemos habitar graciosamente. Pero el genio fundador no es eterno, necesita ser renovado bajo una nueva revelación que “refunde” un pueblo en un estar atento y anclado en la tradición y al mismo tiempo en un estar atento a la radical novedad que reoriente y re-signifique el pasado y la tradición. Esa tarea se parece mucho a la de los artistas. Heidegger ve lúcidamente que tienen la misma esencia y origen.

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